Desde hace algún tiempo habia encontrado situaciones a normales en mi vida que no explicaba, como repentino miedo a ciertas cosas y situaciones sin sentido aparente.
Hasta que encontre este artculo del Maestro Sergio Zurita, sin duda la mejor explicación de un ataque de pánico. y la retomo a continuación:
A veces la gente me pregunta cómo es un ataque de pánico y nunca puedo describirlo. Ahora mismo, aprovechando que estoy en medio de uno, trataré de explicarlo nuevamente.
La sensación, de entrada, es una especie de desdoblamiento. Puedo verme a mí mismo teniendo el ataque de pánico, como si fuera otra persona, y al mismo tiempo estoy inmerso en él. Más o menos como cuando los espíritus se desprenden de sus cuerpos y los ven ahí, frente a ellos, como si fueran una entidad aparte.
Cuando estoy adentro del ataque, lo que siento es una ansiedad que me domina. ¿Y cómo es la ansiedad? Bueno, mucha gente cree, cuando le da un ataque de pánico por vez primera, que lo que le está dando es un infarto. Porque es difícil respirar, duele el pecho y a veces se duermen los brazos o hasta la cara. Es como estarse ahogando y tratar de ser rescatado por uno mismo. Si el yo que se está ahogando se pone duro y patalea, tratando de controlar la situación, el yo salvavidas no podrá arrastrarlo hasta la orilla.
Ahora bien, a mí me han dado cientos de ataques de pánico desde la infancia. Como a los diez años empezaron a traducirse en ataques de asma, que años después se revelaron como meramente psicosomáticos, es decir, provocados por mi propia mente, aunque los síntomas fueran todos reales. Luego, esos ataques de asma se transformaron, como a los doce o trece años, en el convencimiento absoluto de que mi madre me iba a abandonar en cualquier momento.
El más dramático de esos fue cuando, un mes antes de entrar a la secundaria, me mandaron de campamento a Puebla. Eran quince días de campamento. Aguanté una noche. Al día siguiente, el campus de la UDLA, que es bastante bonito y verde, era el mismísimo infierno. Mis compañeros de campamento convivían, tomaban clases y jugaban con calma, o al menos eso parecía. Yo, en cambio, tenía que ir al baño cada 15 minutos a llorar y a lavarme la cara para que nadie se diera cuenta de que había llorado, porque si alguien se daba cuenta, me iban a preguntar qué me pasaba.
“Extraño a mi mamá” hubiera sido la respuesta más sencilla, pero no era del todo cierta, y además me daba pena. Ya tenía doce años. Pero jamás había estado en nada ni remotamente parecido a una terapia siquiátrica, como para decir: “Me está dando un ataque de pánico”. No podía describirlo, así que cuando el llanto fue imposible de controlar, maté a mi abuela.
“Lloro porque mi abuelita se murió hace poco, y este lugar me la recuerda”, les dije a mis compañeros, que se apiadaron de mí inmediatamente y me llevaron con la responsable del curso de verano para que le llamara a mi mamá. Cuando contestó, pensé que iba a estar enojada, pero su tono era más bien de preocupación. “¡Mamá, ven por mí!”, fue lo único que pude decir antes de soltarme a llorar en desahogo, como si me hubieran quitado una loza enorme del pecho. Esa loza, ese peso muerto que da la sensación de asfixia, y que es el principal síntoma físico del pánico -al menos de mipánico- desapareció como por arte de magia en cuanto supe que mi mamá iba en camino. Hasta me empezó a gustar la UDLA.
La loza es la manifestación física de la incertidumbre.
La incertidumbre, la zozobra, es el principal síntoma mental del pánico. Una parte de la mente me dice que va a ocurrir una desgracia terrible, y la otra me dice que lo que estoy pensando es una locura. Si la primera parte le gana a la segunda, hay pánico. La semilla del pánico es una situación que se parece, de algún modo, a otra que hayamos vivido anteriormente.
Por ejemplo: cuando yo era niño no quería irme a vivir con mis abuelos a Michoacán, porque mi mamá no podía ir con nosotros. Tuve que irme y fue muy doloroso. Así que ahora me basta con ver el letrero que dice Ciudad de México. Hasta Luego, en el Periférico, rumbo a Querétaro, para que mi mente se sienta inquieta.
Una vez, hace cinco años, tuve que pasar una noche en Querétaro. No pude pegar el ojo. Como me fui en camión a Michoacán, cualquier terminal de autobuses me inquieta. Y también los aeropuertos. Me sudan las palmas de las manos, veo hostiles a los demás pasajeros, siento que el avión se va a caer y un largo etcétera.
Ahora bien, una de estas situaciones, por sí sola, no da como resultado un estado de pánico. El concurso de circunstancias tiene que ser el adecuado para que el pánico surja. Es decir, si estoy en el aeropuerto, no me da pánico. Si estoy en el aeropuerto y un niño llora, no queriendo desprenderse de alguien a quien quiere mucho, el ataque está a la vuelta de la esquina.
La ventaja que tengo es que, si algo así ocurre, ya sé que me va a dar pánico. Y como ya lo sé, es más soportable. Hasta hace muy poco, no habría podido escribir nada, o al menos nada coherente, bajo el influjo de tanta ansiedad.
Pero hablaba de la zozobra, que el diccionario define como “inquietud, aflicción y congoja del ánimo, quen no deja de sosegar, o por el riesgo de amenaza o por el mal que ya se padece”.
En el pánico hay riesgo de amenaza y también mal que ya se padece. El mal es el ataque de pánico en sí mismo, y el riesgo de amenaza es que todo lo que uno teme se haga realidad. Por ejemplo, si voy a salir de viaje a un lugar desconocido, hay ansiedad. Si no hablo el idioma que se habla en dicho lugar, la ansiedad crece. Si en ese lugar me va a estar esperando la mujer amada, el ataque de pánico llega de inmediato, porque obviamente voy a pensar que no va a estar en el aeropuerto esperándome. Voy a pensar que me ha abandonado.
Si al llegar al lugar, alguien me dice algo de mala manera en el idioma qu desconozco, el pánico crece. Y si al salir de migración la mujer amada no está ahí, ya es gigantesco. Si en ese momento le hablo por teléfono y no me contesta, no podré saber si algo le pasó o si realmente me abandonó, como me dice el pánico. Incertidumbre. Para estas alturas ya no tengo pánico: el pánico me tiene a mí.
Lo más molesto de los ataques de pánico es que desde afuera parecen ridículos. Y cuando resulta que nada de lo que uno pensaba era cierto -como ocurre en el cien por ciento de los casos- de todas formas están ahí las palmas sudadas y unas ganas de llorar, ante las cuales se reciben todo tipo de respuestas: desde risa burlona hasta impaciencia, pasando por una especie de comprensión condescendiente: “ah, sí, te entiendo, claro, has de sentir horrible”, que por debajo lleva un “qué diablos estoy haciendo con este pinche loco”.
La buena noticia es que, con el tiempo, no sólo se adquiere experiencia para lidiar con el pánico; también se encuentra gente que nos quiere y nos entiende de verdad. Y cuando se combinan esas dos cosas, el camino a la felicidad está a la vuelta de la esquina.
Tomado de http://www.sergiozurita.com/ Con todo respeto !